miércoles, 15 de mayo de 2013

El altar del Pico Urbión

Justo en la antecima del Pico Urbión se puede apreciar un altar característico que tiene cierta historia. En agosto de 1928 se convocó por primera vez una misa en el Urbión, desde entonces en más de una ocasión se ha ido repitiendo esta curiosidad. Los periódicos de la época así lo reflejan, como curiosidad ver que en aquella época se pensaba que la  altura era de 2.246 metros, un poco más del dato oficial.


Altar en la antecima del Pico de Urbión
 





Diario El Noticiero Soriano de los días 3, 6 y10 de septiembre de 1928 nos cuenta la crónica de aquel hecho tan singular.

“LA MISA EN URBIÓN EL 22 DE AGOSTO DE 1928
            Hay algo profundamente natural en el sentimiento de admiración, que sienten los hombres por las cumbres. De otra suerte no podría explicarse el fenómeno, repetido en todas las latitudes y por todos los períodos de la Historia, de entusiasmo y veneración casi religiosa por las alturas.
            Eco, sin duda, de la predilección que el mismo Dios siente por ellas para comunicarse con los hombres: Siná, Tabor, Carmelo, Garizin, son nombres que evocan a la vez que montañas hermosas, favores de Dios a los hombres. Lo elevado atrás tanto como repele la sima y el pozo; la luz es fenómeno que determina movimientos de atracción, no solo en los seres vivos rudimentarios, si que también en los humanos. Y la Iglesia Católica, que jamás destruyó lo por Dios creado, antes bien supo apoyarse en la naturaleza para elevarla hasta su Hacecia, antes bien bendecida. Sus Santos Eremitas (contra la creencia más extendida acerca de sus aficiones) fueron celosos propagadores de la excelencia de la montaña y no hizo falta llegar al entusiasmo deportivo del siglo XX para que peregrinos y romeros se uniesen al espíritu Franciscano en Occidente en competencia creciente por la santificación de la montaña. Háse dicho por el Protestantismo en celo santo por la exaltación del hombre reparó el olvido del ascetismo católico martirizador de las espontáneas tendencias de los descendientes de Adán. Burda patraña como tantas otras; no sabemos de organización protestante que santifique con fiestas especiales sus bosques o montañas; en cambio sabemos de sacerdotes, no “progresistas” sino verdaderamente tradicionales, que saben conservar ese espíritu cristiano e infiltrar en el pueblo el convencimiento de que la naturaleza por Dios creada es originariamente buena y debe servirle mejor para elevarse hasta su creador.
            Dígalo, si no, la hermosa fiesta que aquí, en lo más apartado del bullicio corriente, en la provincia de Soria, la menos ponderada como lugar apto para residencias y fiestas veraniegas, la eterna olvidada si no es para sacar a su costa plaza de chistoso o extravagante, tuvo lugar el 22 de este corriente mes de Agosto de 1928.
Son las cuatro y media de la madrugada y en los contornos de Vega Cintora, por la carretera que une los pueblecillos de El Royo y Derroñadas, se advierte ruido inusitado de motor; la camioneta de El Royo va recogiendo a los escasos excursionistas que se han decidido a asistir a la anunciada ceremonia de una Misa en Urbión. Son siete los animosos que llamamos “escasos” comprados con los que hubieran acudido de haber dado mayor publicidad a la ceremonia; más la propaganda fue discretísima en gracia a la mayor intimidad de la misma y a su sentido de ensayo en que se tanteasen futuras romerías. El resultado no ha podido ser superado; son muchos los que han manifestado su pena por no haber contribuido también al esplendor de la fiesta del 22.
            En el trayecto hasta Vinuesa recogió el vehículo dos viajeros más que salían de Vilviestre y llegó a la antigua Visontium hacia las cuatro y media. “Los gallos requebraban los albores con su canto”, que hubiera dicho nuestro cantor de la Edad Media. En una plazuela del histórico pueblo se encontraban dispuestas las cabalgaduras de unas 20 personas a las que agregaron la mitad de los excursionistas royanos; los demás siguieron hasta Covaleda, admirando el hermoso paisaje que se desarrolla en el camino, con el Duero continuamente a la izquierda sembrando de encanto sus orillas, y los pinares incomprarables por doquier.
            Eran las seis y cuarto cuando al mediana caravana llegaba a Covaleda al par que los primeros rayos del sol. No había tiempo que perder, pues el grueso de los excursionistas de Covaleda hacía tiempo que salieran ya para la cumbre.
-          ¿Son muchos? – preguntó un curioso.
-          Cuantos han podido en el pueblo. Unos trescientos.
-          ¿Será cierto? – murmura alguien para sus adentros – ¿En pueblos donde dice que es tradicional la indiferencia religiosa….?
 Pronto se saldría de dudas. Los miembros entumecidos piden imperiosamente su ejercicio; abandona la camioneta, comienza la ascensión a pie. “Vulgar procedimiento”… ¡que diría algún caballerete desdeñoso de los usos de nuestros abuelos.
            Y, sin embargo, nada más saludable ni más recomendado por los buenos higienistas que el deporte de marcha en ascensionismo matutino, ni tampoco más idóneo para el verdadero conocimiento y sentimiento de la naturaleza tan delicados y exquisitos a pesar de la preterición en que hoy se les tiene. Palmo a palmo conocían nuestros antepasados los caminos y terrenos en que se desarrollaba su vida aquí abajo; por eso la apreciaba más que en estos días que corremos y no florecía el abrojo del falso internacionalismo.
                         No todos los ascensionistas declaraban estos pensamientos, más no por ello era distinto el resultado, pues la naturaleza será siempre madre y sabe enseñar como tal; sin discursos y por modo simpatía.
            Entre pinos altísimos orgullo de la región, que con su tupido ramaje defendían cariñosos de los rayos de sol, realizase la ascensión al “Muchachón” creta imponente desde donde comienza la vista a abarcar panoramas sin fin había durado la subida dos horas y media. El espectáculo que siempre se ofrece curioso, al llegar a aquella altura se hallaba realzado en esta ocasión por un detalle que vivían aquellos parajes por vez primera desde que el Creador les señalase su emplazamiento. En toda la cresta, hasta el Pico se veía una hilera interminable de viajeros, de Covaleda, que acreditaban de veraces a los noticieros del pueblo; quienes a pie, quienes en cabalgadura. Y en lo más elevado de la región, en la cima misma de Urbión, un trozo de rojo y gualda señalaba el hito flameante a todos los que acudían de los cuatro puntos cardinales.
                        Se encuentra gente conocida de distintos puntos; al divisar nuevas cumbres vese en ellas repetido el mismo alentador espectáculo, siluetas de viajeros madrugadores que se acercan al “Pico de las buenas Aguas” gente de pueblo mezclada con veraneantes de remotas regiones perfilando su figura en el azul infinito.
                        Son las diez y media cuando, por fin, llegamos a la cima. En los alrededores menos abruptos que la rodeaban se advierte el éxito de la jornada.
                        A los trescientos de Covaleda que se juzgaban la parte más numerosa de expedicionarios, hay que agregar los grupos más nutridos de las Viniegras, de Arriba y de Abajo, dirigidos por sus párrocos y banderas respectivas, de Montenegro de Cameros, de Duruelo, de Santa Inés y Quintanare.jo
            Y aún faltan muchos que van aproximándose poco a poco, de Vinuesa y otros puntos. Una corneta, desde lo alto del Pico y guias, apostados en los puntos estratégicos, van indicando a los errantes el lugar de cita y las veredas por do se llega al Pico.
                        Se aguarda un largo rato para dar tiempo a la muchedumbre que llega; puede hacerse sin temor ninguno, ya que el tiempo no puede ser más espléndido ni más diáfana la atmósfera.
                        Son las doce menos cuarto; ármase el altar sobre una roca, el sacerdote se reviste y vuelto al pueblo pregunta si hay alguien que desee comulgar. ¿habrá quien haya resistido tantas horas de vieja en ayuno natural…? ¿Adelantándose doce personas (once varones y una señorita) que ocupan su puesto en derredor del altar, ofreciendo espléndida guardia de honor y alto ejemplo a cuantos los contemplan.
                        Tras ellos se sitúa la pareja de la Benemérita (Cabo y un Guardia, de Covaleda). Vuelvese el sacerdote y en palabras llanas que nada tienen de discurso explica como hace ya veinticinco años soñara en este día y en el próximo (Dios lo quiera así) en que habrá de levantarse en el Pico de Urbión un monumento a CRISTO REY, el que plasmó su más sublime doctrina en el Sermón de una montaña.
                        Y comienza el Santo Sacrificio en medio del silencio mas absoluto de la multitud y sin embargo, no enmudecían los corazones de los circunstantes. En lo más recóndito de su ser se agitaban ideas y sentimientos que, al no tener expresión en los labios, se mostraban y asomaban a los ojos, que no fueron pocos los que derramaron llanto copioso, la  más sublime oración en pluma de escritores ascéticos. Y ¿Quién no se había de conmover al ver aquella abigarrada muchedumbre de gente de lugares tan dispersos y no obstante, fundidos en un único sentimiento; el religioso..; al oír cánticos entonados por estentóreas voces (“Cristo vence” en el Introito; los “tres amores” en el ofertorio; el himno del Congreso Eucarístico en la Consagración; “Dueño de mi vida” en la Comunión); al contemplar a Jesús Hostia por vez primera levantado sobre aquellas cumbres para bendecirlas con su potente diestra …, al admirar en tan sencillo altar la más sublime de las oblaciones.
                        Urbión, fue siempre bueno (ur, agua; bi dos; on, bueno). Es cierto como lo atestigua su nombre y sus hechos; pero desde aquel momento es santo. Por eso Dios descorrió el velo de los celajes habituales para que los Pirineos, Moncayo, Guadarrama y mil montes más pudieran contemplar el espectáculo y con santa envidia le rindieran la pleitesía de su admiración. comulgó el sacerdote y con él los “doce caballeros de Cristo”. Uniéronse todos los circunstantes en el canto de la oración española por antonomasia; la Salve, y diéronse todos la cita para el año próximo.
                         ¿Sabe alguien quién fue el primer danzante que manifestó su alegría ante el templo del Señor con su arte coreográfico? Tampoco se yo quien comenzó en el Urbión a bailar tras la comida. Lo único bien observado fue que se hizo al pulsar de una guitarra, con toda circunspección y honestidad, y que mezclándose a los cantos humanos comenzaron a gorjear algunas avecillas.
                        ¿Se mostrarán orgullosos muchos creyendo haber hecho algún favor al Señor con haberse impuesto el sacrificio de caminar hasta la cumbre del Urbión? Pues sepan, para su gobierno, que yo advertí en la cumbre dos cojos con muletas, tanto mas de admirar cuanto que seguramente no iban allá en busca de un milagro.
                        ¿Desde dónde vendrían los más alejados entre los circunstantes? ¿Quién lo sabe? Únicamente pude averiguar que había tres sevillanos, varios madrileños, un religioso Capuchino de Córdoba, personas de distintos países, los cuales contarán en su tierra de los Picos de Urbión, de esta solemne ceremonia…, que traerán en años sucesivos a otras muchedumbres… y que pronto será un hecho que en aquellas sublimidades se adornará a CRISTO REDENTOR que desde el árbol sagrado de la Cruz bendecirá aquellas regiones, bendecirá a España y traerá días felices de paz y de regeneración social sobre esta nación en la que El ha prometido reinar y con más veneración que en todo el resto del mundo.




viernes, 3 de mayo de 2013

La leyenda de los Alvargonzález

Muchas son las leyendas que posee la Laguna Negra de Urbión, sin duda la más conocida es la de los Alvargonzález de Antonio Machado. 

Dice así:

Publicado en la revista Mundial, de París, número 9, enero de 1912
Una mañana de los primeros días de octubre decidí visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos que había de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera del mayoral y entre dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal, escondida en tierra de pinares, y un viajero campesino que venía de Barcelona donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la alta estepa de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar. Tomamos la ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de Osma, bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a nuestra espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria mística y guerrera, guardaba antaño la puerta de Castilla, como una barbacana hacia los reinos moros que cruzó el Cid en su destierro. El Duero, en torno a Soria, forma una curva de ballesta. Nosotros llevábamos la dirección del venablo. El indiano me hablaba de Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que discutía con el mayoral sobre un crimen reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había aparecido cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba a un rico ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria, como autor indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia porque la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las gentes se apasionan del juego y de la política, como en las grandes, del arte y de la pornografía -ocios de mercaderes-, pero en los campos sólo interesan las labores que reclaman la tierra y los crímenes de los hombres.
-¿Va usted muy lejos? -pregunté al campesino.
-A Covaleda, señor -me respondió-. ¿Y usted?
-El mismo camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el valle del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa Inés.
-Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre de una tormenta en aquella sierra. Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del indiano, que continuaba su viaje en la diligencia hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías el camino de Vinuesa.
Siempre que trato con hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuanto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mí, silencioso. El hombre de aquellas tierras, serio y taciturno, habla cuando se le interroga, y es sobrio en la respuesta. Cuando la pregunta es tal que pudiera excusarse, apenas se digna contestar. Sólo se extiende en advertencias inútiles sobre las cosas que conoce bien, o cuando narra historias de la tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La iglesia, con su alto campanario coronado por un hermoso nido de cigüeñas, descuella sobre una cuantas casuchas de tierra. Hacia el camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja. Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises, surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar dos horas, llegamos a la Muedra, una aldea a medio camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente de madera sobre el Duero.
-Por aquel sendero -me dijo el campesino, señalando a su diestra- se va a las tierras de Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores, antaño, de esta comarca. -¿Alvargonzález es el nombre de su dueño? -le pregunté.
-Alvargonzález -me respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva ese nombre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzález a los páramos que la rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a Vinuesa por este camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de los bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas que fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé que anda escrita en papeles y que los ciegos la cantan por tierras de Berlanga.
Roguéle que me narrase aquella historia, y el campesino comenzó así su relato: Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos prados de fina hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea, algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza.
Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna.
Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuego al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión donde nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de Alvargonzález, y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a cuidar huerta y abejar, otro al ganado, y mandó al menor a estudiar en Osma, porque lo destinaba a la Iglesia.
Mucha sangre de Caín tiene la gente labradora. La envidia armó pelea en el hogar de Alvargonzález. Casáronse los mayores, y el buen padre tuvo nueras que antes de darle nietos, le trajeron cizaña. Malas hembras y tan codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la herencia que les cabría a la muerte de Alvargonzález, y por ansia de lo que esperaban no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en el seminario, prefería las lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la sotana, dispuesto a no vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto a embarcarse para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares, y ver el mundo entero.
Mucho lloró la madre. Alvargonzález vendió el encinar, y dio a su hijo cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea y sabe que mientras tu padre viva, pan y techo tienes en esta casa; pero a mi muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba el bozo de la cara azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las sienes.
Una mañana de otoño salió solo de su casa; no iba como otras veces, entre sus finos galgos, terciada a la espalda la escopeta. No llevaba arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo bajo los álamos amarillos de la ribera, cruzó el encinar y, junto a una fuente que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de su frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra.
Y a solas hablaba con Dios Alvargonzález diciendo: «Dios, mi señor, que colmaste las tierras que labran mis manos, a quien debo pan en mi mesa, mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los hijos que engendré, por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se cargan de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi abejar; sabe, Dios mío, que sé cuanto me has dado, antes que me lo quites.»
Se fue quedando dormido mientras así rezaba; porque la sombra de las ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían decirle: Duerme y descansa. Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de reposar porque los sueños aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó que una voz le hablaba, y veía como Jacob una escala de luz que iba del cielo a la tierra. Sería tal vez la franja del sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen adivinar lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran, pero alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el corazón del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias de lo pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un personaje invisible: el miedo.
Soñaba Alvargonzález en su niñez. La alegre fogata del hogar, bajo la ancha y negra campana de la cocina y en torno al fuego, sus padres y sus hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la rubia candela. La madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared ahumada, colgaba el hacha reluciente, con que el viejo hacía leña de las ramas de roble.
Seguía soñando Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una tarde de verano y un prado verde tras de los muros de una huerta. A la sombra, y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de cuero y el vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno suyo estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas hermanas. De las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba una armonía de oro y cristal, como si las estrellas cantasen en la tierra antes de aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde y sobre el pinar oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena, hermosa luna del amor, sobre el campo tranquilo.
Como si las hadas que hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el soñar de Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando el corazón del durmiente.
Y apareció un hueco sombrío y al fondo, por tenue claridad iluminada, el hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba de una escarpia el hacha bruñida y reluciente. . El sueño abrióse al claro día. Tres niños juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose, y a ratos sonríe. Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado. -Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.
Los niños se miran y callan.
-Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga la noche, traedme un brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que ha quedado atrás, vuelve la cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la casa y los hermanos siguen su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente.
Los mayores de Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados de estepas. La madre enciende el candil y el mayor arroja astillas y jaras sobre el tronco de roble, y quiere hacer el fuego en el hogar, cruje la leña y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la llama en el lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en el muro, y esta vez parece que gotea sangre.
-Padre, la hoguera no prende; está la leña mojada. Acude el segundo y también se afana por hacer lumbre. Pero el fuego no quiere brotar. El más pequeño echa sobre el hogar un puñado de estepas, y una roja llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález coge en brazos al niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
-Aunque último has nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor de mi casta; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de hierro.
Junto a la fuente dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero brillaba en el azul, y una enorme luna teñida de púrpura se asomaba al campo ensombrecido. El agua que brotaba de la piedra parecía relatar una historia vieja y triste: la historia del crimen en el campo.
Los hijos de Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre dormido junto a la fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron al durmiente antes que los asesinos. La frente de Alvargonzález tenía un tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una segur sobre el tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba.
Mala muerte dieron al labrador, los malos hijos, a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al sueño de Alvagonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre. Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un barranco, por donde corre un río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares.
Y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros que, como usted, visitan hoy estos lugares, han hecho que se les pierda el miedo.
Los hijos de Alvargonzález tornaban por el valle, entre los pinos gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua que sonaba en el fondo del barranco. Dos lobos asomaron, al verles pasar. Los lobos huyeron espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro cauce, y en seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su aldea con la noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por todas partes les dejaban vereda como si huyeran de los asesinos. Pasaron otra vez junto a la fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia, calló mientras pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir contándola.
Así heredaron los malos hijos la hacienda del buen labrador que una mañana de otoño salió de su casa, y no volvió ni podía volver. Al otro día se encontró su manta cerca de la fuente y un reguero de sangre camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los hijos de Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de Alvargonzález le entregaron a la justicia, y con testigos pagados lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los pocos meses. Los que la vieron muerta una mañana, dicen que tenía cubierto el rostro entre las manos frías y agarrotadas.