Muchas son las leyendas que posee la Laguna Negra de Urbión, sin duda la más conocida es la de los Alvargonzález de Antonio Machado.
Dice así:
Publicado en la revista Mundial, de París, número 9, enero de 1912
Una mañana de los primeros días de octubre decidí visitar la fuente
del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos que había de llevarme hasta
Cidones. Me acomodé en la delantera del mayoral y entre dos viajeros:
un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal, escondida en tierra
de pinares, y un viajero campesino que venía de Barcelona donde
embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la alta estepa
de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar. Tomamos la
ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de
Osma, bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a
nuestra espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria mística y
guerrera, guardaba antaño la puerta de Castilla, como una barbacana
hacia los reinos moros que cruzó el Cid en su destierro. El Duero, en
torno a Soria, forma una curva de ballesta. Nosotros llevábamos la
dirección del venablo. El indiano me hablaba de Veracruz, mas yo
escuchaba al campesino que discutía con el mayoral sobre un crimen
reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había aparecido
cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba a
un rico ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de
Soria, como autor indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la
justicia porque la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las
gentes se apasionan del juego y de la política, como en las grandes, del
arte y de la pornografía -ocios de mercaderes-, pero en los campos sólo
interesan las labores que reclaman la tierra y los crímenes de los
hombres.
-¿Va usted muy lejos? -pregunté al campesino.
-A Covaleda, señor -me respondió-. ¿Y usted?
-El mismo camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el
valle del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa
Inés.
-Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre de una tormenta en
aquella sierra. Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo,
despidiéndonos del indiano, que continuaba su viaje en la diligencia
hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías el camino de
Vinuesa.
Siempre que trato con hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos
saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer
cuanto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mí, silencioso. El hombre de
aquellas tierras, serio y taciturno, habla cuando se le interroga, y es
sobrio en la respuesta. Cuando la pregunta es tal que pudiera excusarse,
apenas se digna contestar. Sólo se extiende en advertencias inútiles
sobre las cosas que conoce bien, o cuando narra historias de la tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La
iglesia, con su alto campanario coronado por un hermoso nido de
cigüeñas, descuella sobre una cuantas casuchas de tierra. Hacia el
camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido
caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja.
Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises,
surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar dos horas, llegamos a la Muedra, una aldea a
medio camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente
de madera sobre el Duero.
-Por aquel sendero -me dijo el campesino, señalando a su diestra- se
va a las tierras de Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores,
antaño, de esta comarca. -¿Alvargonzález es el nombre de su dueño? -le
pregunté.
-Alvargonzález -me respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva
ese nombre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se
llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzález a los páramos que la
rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a Vinuesa por
este camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de los
bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas
que fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé
que anda escrita en papeles y que los ciegos la cantan por tierras de
Berlanga.
Roguéle que me narrase aquella historia, y el campesino comenzó así
su relato: Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica
hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos prados de fina hierba,
campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea,
algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles
de caza.
Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de
Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres
hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los
Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna.
Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y
las tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas,
rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuego al uso
valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión donde nace,
hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de
Alvargonzález, y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el
pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus
tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a
cuidar huerta y abejar, otro al ganado, y mandó al menor a estudiar en
Osma, porque lo destinaba a la Iglesia.
Mucha sangre de Caín tiene la gente labradora. La envidia armó pelea
en el hogar de Alvargonzález. Casáronse los mayores, y el buen padre
tuvo nueras que antes de darle nietos, le trajeron cizaña. Malas hembras
y tan codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la herencia que
les cabría a la muerte de Alvargonzález, y por ansia de lo que esperaban
no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en el seminario, prefería las
lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la sotana, dispuesto a no
vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto a embarcarse
para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares, y ver el
mundo entero.
Mucho lloró la madre. Alvargonzález vendió el encinar, y dio a su hijo cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea y sabe
que mientras tu padre viva, pan y techo tienes en esta casa; pero a mi
muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba
el bozo de la cara azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y
erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las sienes.
Una mañana de otoño salió solo de su casa; no iba como otras veces,
entre sus finos galgos, terciada a la espalda la escopeta. No llevaba
arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo bajo los
álamos amarillos de la ribera, cruzó el encinar y, junto a una fuente
que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de
su frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra.
Y a solas hablaba con Dios Alvargonzález diciendo: «Dios, mi señor,
que colmaste las tierras que labran mis manos, a quien debo pan en mi
mesa, mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los hijos que
engendré, por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se cargan
de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi
abejar; sabe, Dios mío, que sé cuanto me has dado, antes que me lo
quites.»
Se fue quedando dormido mientras así rezaba; porque la sombra de las
ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían decirle: Duerme y
descansa. Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de reposar
porque los sueños aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó que una voz le hablaba, y veía como Jacob una
escala de luz que iba del cielo a la tierra. Sería tal vez la franja del
sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros
propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen
adivinar lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran,
pero alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el
corazón del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias
de lo pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un
personaje invisible: el miedo.
Soñaba Alvargonzález en su niñez. La alegre fogata del hogar, bajo la
ancha y negra campana de la cocina y en torno al fuego, sus padres y
sus hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la rubia candela.
La madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared ahumada,
colgaba el hacha reluciente, con que el viejo hacía leña de las ramas de
roble.
Seguía soñando Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una
tarde de verano y un prado verde tras de los muros de una huerta. A la
sombra, y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada
las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de cuero y
el vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno
suyo estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas
hermanas. De las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba
una armonía de oro y cristal, como si las estrellas cantasen en la
tierra antes de aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde
y sobre el pinar oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena,
hermosa luna del amor, sobre el campo tranquilo.
Como si las hadas que hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus
ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el soñar de
Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando el corazón del
durmiente.
Y apareció un hueco sombrío y al fondo, por tenue claridad iluminada,
el hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba de una escarpia el
hacha bruñida y reluciente. . El sueño abrióse al claro día. Tres niños
juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose, y a ratos sonríe.
Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado.
-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.
Los niños se miran y callan.
-Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga la noche, traedme un brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que ha quedado atrás, vuelve la
cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la casa y los hermanos
siguen su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente.
Los mayores de Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados
de estepas. La madre enciende el candil y el mayor arroja astillas y
jaras sobre el tronco de roble, y quiere hacer el fuego en el hogar,
cruje la leña y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la
llama en el lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en
el muro, y esta vez parece que gotea sangre.
-Padre, la hoguera no prende; está la leña mojada. Acude el segundo y
también se afana por hacer lumbre. Pero el fuego no quiere brotar. El
más pequeño echa sobre el hogar un puñado de estepas, y una roja llama
alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález coge en brazos al
niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
-Aunque último has nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor de mi casta; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de hierro.
Junto a la fuente dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero
brillaba en el azul, y una enorme luna teñida de púrpura se asomaba al
campo ensombrecido. El agua que brotaba de la piedra parecía relatar una
historia vieja y triste: la historia del crimen en el campo.
Los hijos de Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre
dormido junto a la fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron
al durmiente antes que los asesinos. La frente de Alvargonzález tenía un
tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una segur sobre el
tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a matarle,
y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba.
Mala muerte dieron al labrador, los malos hijos, a la vera de la
fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron
fin al sueño de Alvagonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que
tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no
habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el
pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el
más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno
para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre.
Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o
alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto
arrastran hacia un barranco, por donde corre un río que busca al Duero.
Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares.
Y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan
con una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla
gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los
buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse
a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros que, como usted,
visitan hoy estos lugares, han hecho que se les pierda el miedo.
Los hijos de Alvargonzález tornaban por el valle, entre los pinos
gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua que sonaba en el
fondo del barranco. Dos lobos asomaron, al verles pasar. Los lobos
huyeron espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro
cauce, y en seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su
aldea con la noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por
todas partes les dejaban vereda como si huyeran de los asesinos. Pasaron
otra vez junto a la fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia,
calló mientras pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir
contándola.
Así heredaron los malos hijos la hacienda del buen labrador que una
mañana de otoño salió de su casa, y no volvió ni podía volver. Al otro
día se encontró su manta cerca de la fuente y un reguero de sangre
camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los hijos de
Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se
atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás
devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras
fue preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de
Alvargonzález le entregaron a la justicia, y con testigos pagados
lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los pocos meses. Los que la vieron muerta una
mañana, dicen que tenía cubierto el rostro entre las manos frías y
agarrotadas.
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